Duro metal
Dentro del panorama veraniego 2007 Transformers es probablemente la apuesta más desprejuiciada, directa, divertida y refrescante de la temporada.
Las aventuras del joven Sam Witwiky estan a punto de comenzar: posee unas gafas de su tatarabuelo que, no me pregunten por qué, indican el camino a la fuente de energía que una raza alienígena está a punto de descubrir en la tierra. Ni que decir tiene que la compra de Sam de su primer coche parece una jugada del destino: se verá envuelto en una guerra entre dos facciones del ejército de un planeta destruído, que no en vano pueden tomar forma de cualquier vehículo que se propongan…
Quien espere encontrar profundidad psicológica en un Transformer, que se olvide: aquí Bay nos entrega de nuevo, tras esa pausa con argumento que fue La isla, una muestra corregida y aumentada de su estilo nervioso, de su montaje caprichoso, y de su falta de interés en el suspense o la narración para, eso sí, subir a su espectador en una montaña rusa de emoción y diversión constante.
Fantástica la media hora inicial en la que parece recuperarse el tono adolescente entrañable, humorístico, idílico y fantasioso de la etapa Amblin de los ochenta (ahí están títulos varios vinculados de una manera u otra con la factoría Spielberg, léase Los Goonies, Exploradores, Gremlins, Regreso al futuro…) mezclados, eso sí, con la imaginería recargada y barroca de los realizadores videocliperos y el sonido más percusivo que uno pueda imaginar. Impagable esa imagen de la escultural Megan Fox con su figura recortada por el sol, mientras el coche con Sam dentro sale de cuadro para reaparecer de nuevo más cerca. La influencia Spielberg proporciona la subtrama de comedia adolescente de iniciación amorosa y de vida adulta, y junto con otros momentos debidos a nuestro barbudo favorito, como la captura de Bumblebee (¿alguien dijo ET?), permiten a Bay llegar algo más lejos que la mera apología militarista. Y es que el director no parece tener demasiados problemas en compaginarla con su especialidad en el cine de acción marca Bruckheimer de los 90, de épica hamburguesa tan recalciltrante moralmente como refrescante, espléndida en su llamativa superficie. Atención, a este respecto, al climax final (enorme media hora de destrozos fenomenales), y a su inicio y epílogo con voz en off (con referencias directas a la magistral –sí, magistral- Armageddon-, o al sentido del humor apto para minorías de color estadounidenses (excelente también su incursión en la comedia de enredo con los Transformers pisoteando el jardín en una larga escena).
La interpretación de un nervioso, histérico, Shia LaBeouf nos hace confirmar que sí, que se merece todos laureles habidos y por haber, pues su presencia tímida y ordinaria hace que los momentos cómicos –abundantes- funcionen, y es utilizado por Bay como resorte casi único de identificación para el espectador. Contenido, no obstante, en el uso de la violencia por la una calificación por edades predeterminada en su suavidad para todos los públicos, Transformers parece pedir a gritos más sangre y muerte, pero Bay vuelve a su estilo más espectacular e histérico. En Pearl Harbor o La Isla (su mejor película, esta última) parecíó volverse más tímido con respecto a lo que de verdad le gusta hacer, exhibir su estílo cinético, incansable, ruidoso, (nadie filma como él soldados a cámara lenta, o helicópteros recortados a contraluz en un enorme sol naranja: dos constantes en su filmografía, en lo que se ha venido a definir casi como pornografía del metal) seguramente para enfadar a progres culturillas, defensores de la moral o fans fundamentalistas del producto original, a todos por igual. Bien por él.