ZELIG, el Woody transformer
Muestra patente del denominado género “mockumentary” o falso documental ya en 1983, Zelig no hace sino mostrar, una vez más, las intricadas fabulaciones de Woody Allen en su etapa de máximo esplendor, que no es decir poco.
Leonard Zelig (Woody Allen) es un hombre considerado en la media de su época, pero que empieza a llamar la atención de sus contemporáneos debido a su pasmosa, extraña, capacidad para mutar y transformarse en aquellos que están a su alrededor. Apodado “el camaleón” o el hombre mutante por su capacidad de transformarse, sus coetáneos debaten el origen de su enfermedad, hasta que una doctora, Eudora Fletcher (Mia Farrow) concluye en el origen psicológico de su afección: Zelig sólo desea combatir sus inseguridades para ser aceptado por la sociedad en la que vive, para integrarse en la masa sin llamar la atención de sus enemigos…
Mucho antes que la fenomenal Borat o la serie The Office pusieran en el tapete las tragedias y afecciones de nuestro entorno en forma de falso documental, Allen asombró en 1983 al público y la crítica con una comedia narrada en clave de realidad, pero totalmente falsa: la historia de un personaje anónimo –ficticio- que alcanzó la fama en los años 20 debido a unos evidentes trastornos de asertividad. Dos son los puntos que destacan al aproximarse a Zelig una vez más. Por un lado, cómo la película se descubre ante el espectador adoptando la misma dolencia del personaje, mintiendo sobre su propia condición: Allen concibe una comedia que miente acerca de su naturaleza como obra de ficción adoptando la forma y convenciones de un documental, al igual que el personaje muta en aquellos que tiene más cerca para ser aceptado en su entorno. Esto tiene miga, ya que el neoyorkino indaga una vez más, al igual que en Misterioso asesinato en Manhattan, por poner sólo un ejemplo, en la naturaleza de la realidad y la ficción y las relaciones entre arte y vida, como una es reflejo de otra (¿pero cual?) una de sus obsesiones habituales, esta vez no a través solamente de sus personajes, sino utilizando el género como arma arrojadiza.
Y por otro, el propio mensaje que vehicula, y que no es otro que las propias neurosis de su autor, convenientemente exageradas y amplificadas al máximo nivel, como dice uno de los médicos que examinan a Zelig en el film (y que no habla de él como tal, sino de Allen como reflejo del mismo). La inseguridad de un individuo que sólo busca ser normal sin saber qué significa eso, la frustración de no gustar a todos nunca por uno mismo y el miedo a no ser aceptado por cuestiones de raza, religión, sexo u opinión. Conceptos ambiguos como el de normalidad o identidad son puestos sobre el tapete con ligereza pero máxima libertad, sin eludir las connotaciones políticas del asunto (esa tronchante conclusión durante un discurso de Hitler, los ataques a Zelig por representar el capitalismo, o los juegos raciales a los que Allen se entrega).
El autor de Manhattan o Annie Hall domina perfectamente las convenciones y recursos de los géneros que toca, experimentando con el lenguaje de uno y otro para construir una comedia inclasificable, enésimo vehículo de sus obsesiones y neurosis habituales con coherencia e inteligencia. Atención a los gags más físicos del relato con Zelig andando por la pared, o con las piernas invertidas, y sus conversaciones con la doctora una vez hipnotizado…
Leonard Zelig (Woody Allen) es un hombre considerado en la media de su época, pero que empieza a llamar la atención de sus contemporáneos debido a su pasmosa, extraña, capacidad para mutar y transformarse en aquellos que están a su alrededor. Apodado “el camaleón” o el hombre mutante por su capacidad de transformarse, sus coetáneos debaten el origen de su enfermedad, hasta que una doctora, Eudora Fletcher (Mia Farrow) concluye en el origen psicológico de su afección: Zelig sólo desea combatir sus inseguridades para ser aceptado por la sociedad en la que vive, para integrarse en la masa sin llamar la atención de sus enemigos…
Mucho antes que la fenomenal Borat o la serie The Office pusieran en el tapete las tragedias y afecciones de nuestro entorno en forma de falso documental, Allen asombró en 1983 al público y la crítica con una comedia narrada en clave de realidad, pero totalmente falsa: la historia de un personaje anónimo –ficticio- que alcanzó la fama en los años 20 debido a unos evidentes trastornos de asertividad. Dos son los puntos que destacan al aproximarse a Zelig una vez más. Por un lado, cómo la película se descubre ante el espectador adoptando la misma dolencia del personaje, mintiendo sobre su propia condición: Allen concibe una comedia que miente acerca de su naturaleza como obra de ficción adoptando la forma y convenciones de un documental, al igual que el personaje muta en aquellos que tiene más cerca para ser aceptado en su entorno. Esto tiene miga, ya que el neoyorkino indaga una vez más, al igual que en Misterioso asesinato en Manhattan, por poner sólo un ejemplo, en la naturaleza de la realidad y la ficción y las relaciones entre arte y vida, como una es reflejo de otra (¿pero cual?) una de sus obsesiones habituales, esta vez no a través solamente de sus personajes, sino utilizando el género como arma arrojadiza.
Y por otro, el propio mensaje que vehicula, y que no es otro que las propias neurosis de su autor, convenientemente exageradas y amplificadas al máximo nivel, como dice uno de los médicos que examinan a Zelig en el film (y que no habla de él como tal, sino de Allen como reflejo del mismo). La inseguridad de un individuo que sólo busca ser normal sin saber qué significa eso, la frustración de no gustar a todos nunca por uno mismo y el miedo a no ser aceptado por cuestiones de raza, religión, sexo u opinión. Conceptos ambiguos como el de normalidad o identidad son puestos sobre el tapete con ligereza pero máxima libertad, sin eludir las connotaciones políticas del asunto (esa tronchante conclusión durante un discurso de Hitler, los ataques a Zelig por representar el capitalismo, o los juegos raciales a los que Allen se entrega).
El autor de Manhattan o Annie Hall domina perfectamente las convenciones y recursos de los géneros que toca, experimentando con el lenguaje de uno y otro para construir una comedia inclasificable, enésimo vehículo de sus obsesiones y neurosis habituales con coherencia e inteligencia. Atención a los gags más físicos del relato con Zelig andando por la pared, o con las piernas invertidas, y sus conversaciones con la doctora una vez hipnotizado…